23 sept 2007

comienzo de la novela

cerraron las galerías de arte; las bibliotecas, abandonadas por la pasividad de sus lectores (que habían muerto de hastío en la soledad de sus habitaciones o rumiaban una venganza tardía en los teatros), fueron ocupadas por hologramas de escritores famosos que hablaban a los visitantes. Imago: scientia universalis. El imperio agonizaba entre esplendores y los amantes de la época, embriagados por los prodigios de la religión dionisíaca, exigían nuevos géneros de experiencia sensorial, de fácil e inmediato acceso. Más que estetas, eran adictos, viajeros de maya que buscaban en el cuerpo y sus incitaciones la proclama de su divinidad. Cuerpo que ama, que se rasga y que se quema, que huele y sabe; cuerpo infringido, violado, lacerado y colmado, rebosante de licores para la saciedad definitiva; cuerpo copa o cuerpo relicario, ano del cosmos, ojo parpadeante. La humanidad entera se veía ahora como un espejo de sus propios misterios. ¡Derribemos las estatuas, los ídolos, los libros que nos enseñaron a pensar que hay algo superior a lo humano, a ti y a mí, a ella, al tipo de los tirantes que se moja la cabeza en el grifo! ¡Convirtamos nuestros cuerpos –esencia demostrada, divinidad flagrante– en lienzos donde pintar la historia viva del art fashion! ¡Dejemos que el chico de los tatuajes, el modisto y el cirujano sean los nuevos médicos del alma! La página social es nuestro escaparate, la fama nuestro altar. El presidente es finalmente un ciudadano común: todos somos celebridades.
Los libros, como pájaros abaleados, agonizaban en la trastienda del anticuario. El arte de la novela, consagrado por Flaubert, ya no estaba más entre los hombres. En su lugar había algo más auténtico y estimulante: las historias de culto. Las vidas ignoradas pero sorprendentes de la gente común; el estafador que vendió la tumba de Gardel a un turista incauto, el luchador mexicano a quien se apareció la virgen sobre el cuadrilátero, la mujer que devoraba a sus hijos al nacer, el hipnotista que enamoraba a sus pacientes en estado de trance y otros personajes más, ridículos, líricos, asfixiantes, que dejaron su huella en una habitación o en una almohada; taxistas y mucamas, chulos y predicadores cuyas vidas eran exhumadas para suplir la necesidad de lo novelesco, sin acudir a la ficción. Vidas anónimas, sí, pero excepcionales; vidas que podían convertirse en materia del recuerdo; vidas conmovedoras, tristes o indómitas; vidas que dejaron su impronta en dormitorios y cuartos de aseo; oficinas y utensilios personales que podían coleccionarse. Tomar posesión de estas cosas era el primer paso para establecer esa conexión, ese contacto con el muerto cuyas anécdotas adquirían, a través de tales fetiches, todo el realismo que exigía una verdadera historia de culto. ¿De qué nos sirve, en verdad, hablar de algo que no es tangible? El personaje, si quería serlo, debía demostrar su carta de ciudadanía en el mundo de las formas visibles, ser uno más entre nosotros, exponerse mediante las cosas que le pertenecieron o que lo rodearon: la tijera que usó para matar, el talismán que llevaba en su bolsillo, sus dientes postizos y, de ser posible, sus tejidos embalsamados, sus astrágalos. Todo valía: cama, ropa, bastón u ordenador; escritos y fotos; uñas, medallas y pelos; pelucas y sofás; objetos que poseían la energía, el daimon del personaje que los utilizó; objetos que cualquiera podía poseer y exponer en una instalación para que todos entraran y sufrieran con alguna vida ajena y anónima como la nuestra; objetos usados, impregnados, habitados por la memoria y sus usurpaciones; objetos que nadie podía tocar sin sentir la gravitante soledad de sus propietarios muertos y rescatados para el público, para su curiosidad, para su morbidez hipócrita que fingía un interés casi erudito para ocultar los éxtasis del “voyerismo”. Y frente a estas reliquias, un custodio, un narrador que transmitía la vida de esa persona, sus intimidades, sus agonías y padecimientos cotidianos. Un sacerdote o sacerdotisa que se ponía en contacto con el muerto: el historiador convertido en nigromante.
La sociedad, que se volcaba en la vida con una apetencia de instantaneidad, hallaba así su experiencia en el escenario de la memoria: una memoria que cultivaba los arrabales como su terreno natural, que desenterraba seres cuyas biografías desafiaban la imaginación de los artistas, sin necesidad de recurrir a la fantasía. El camino que había llevado desde la realidad al arte era recorrido ahora en sentido inverso: el artista se solazaba exponiendo la vida de sus personajes a partir de los objetos que demostraban su existencia real, irrisoria y apasionante a un mismo tiempo. El museo, dedicado a la memoria de los guerreros y políticos que incidieron en los grandes acontecimientos, fue sustituido por la casa del medium–historiador–artista, que reservaba en ella un lugar para las reliquias de algún héroe de barrio. Del interés generado antiguamente por la vida de Simón Bolívar, se pasó a los escándalos de alcoba. Hablar de Manuelita Sáenz, su amante, era más importante que dilucidar las cartas entre el libertador y sus generales. De las lecciones de equitación de Manuelita, el interés se volcó en su entrenador, quien sostenía relaciones ilícitas con un sirviente en la cochera, donde éste cuidaba dos ratones llamados Alphonse y Donatien. Una historia de culto podía ahora ocuparse de ambos ratones y mostrar sus jaulas, junto con un preservativo de tripa de gato similar a los que el soldado sodomita vendía a la tropa republicana. Con la presencia de estos objetos, el cuerpo empezaba a ocupar la atención que antes exigían el alma y sus ideales. La mente era un reflejo de la carne. La carne era el nervio del acontecer.
La sociedad aristocrática, que se mostraba reservada con las exacerbaciones del art fashion, no podía resistirse al encanto que brindaban las historias de culto. En el fondo, respondía a la misma excitación, al mismo llamamiento: entronizar la vida sobre la muerte, celebrar la desintegración de la vieja cultura humanista que había sobrevivido hasta entonces en los meandros de la genética y las estériles disputas éticas sobre la libertad y el determinismo. El reino animal recuperaba su dominio sobre el espíritu y lo ensanchaba. La posibilidad de usar un tejido nervioso cultivado en un laboratorio como red de estímulos para la transmisión de información en ordenadores e instrumentos de diverso género dejaba un espacio abierto a esta especulación de nuevo cuño. ¿Tenían un alma, aunque sea rudimentaria, los ordenadores biotrónicos? ¿Era consciente la máquina de Husserl, que jugaba al ajedrez y aprendía estrategias nuevas de sus opositores? ¿Y qué decir de los nuevos implementos sexuales que incluían tejidos cavernosos, alimentados por irrigadores artificiales para dar la sensación y la experiencia reales? Pero si alguien se oponía a creer en la vida de los objetos, bastaba que asistiese a un concierto de cámara: la Casa Flores Magón había utilizado los adelantos de la ingeniería genética para crear instrumentos musicales sensibles, capaces de arrancar lágrimas a los estetas más exquisitos. Más que tocarlos, había que acariciarlos, sentirlos, conectarse con ellos.
Hanneman, en su libro The age of fame, establece un paralelismo entre la sociedad del living art y la Roma imperial. Con este propósito nos recuerda las líneas de Suetonio que describen a Calígula extravagantemente vestido, con barbas de oro y botines de pugilista, tal como podría haberse visto cualquier joven entusiasta del art fashion en una vereda de Mexico, Barcelona o Buenos Aires. Siguiendo con este paralelismo, Hanneman compara las historias de culto con el culto de los antepasados, cuyas imágenes en barro adoraba el patricio romano bajo el grave manto, en la soledad del hogar. Invocación, nigromancia casera que asociaba a los hombres con el reino de ultratumba y restablecía vínculos de cordialidad con el Hades. Magia. Exorcismo cotidiano. Pero sobre todo, si hay que buscar similitud entre ambas épocas, bastaría con resaltar el papel que cumplió en ellas el culto a la personalidad. “Unos viven para cultivarla, otros para imitarla”. La personalidad era la emanación total de la figura humana, su divinidad inmediata. ¡Creo demasiado en mí para ser ateo!, parecía gritarnos un transeúnte, con la cabeza levantada como la de un patricio, zapatillas de polietileno doradas y orgullosas sombras de ojos. El mundo era el escenario de una obra fabulosa, tecnicolor, incesante. Todos eran actores que esperaban, aunque sea por un instante, la posibilidad de representar el rol principal. Rodeado por un equipo de asesores de imagen, el presidente cultivaba también una personalidad y desempeñaba su papel dentro de la obra. Maquillado y sobrio, con frases e invectivas, gestos y actos emblemáticos, seguía su libreto día a día con celo profesional. Dado que el país ya tenía su destino político trazado por las grandes corporaciones y el Fondo Monetario Internacional, no le quedaba otro espacio de poder que la representación, el “lobbing” y las relaciones públicas. Parte de su papel era desempeñar algunas aficiones viriles como el boxeo y los escándalos sentimentales, que lo involucraban con vedettes y divas del arte, cantantes y actrices de fama. La vida privada era pública, el exhibicionismo un arte reglamentado, y todos tenían algún recurso a mano para practicarlo, como aquel joven artista que en una cena pidió a una señora su brazalete, extrajo los diamantes y los mezcló con la salsa de ciruelas. Acto seguido hizo traer a un mendigo, quien devoró la salsa con un pan, desesperadamente. El pobre hombre eructó un agradecimiento y sonrió hasta la puerta que lo llevó de regreso a la calle, con una fortuna de tres mil dólares en su estómago, que defecaría en cualquier parte. Cuando le preguntaron al artista qué significaba aquella “performance”, respondió sonriente: “Esfínter del cielo suntuario, versión número siete”.

Disidencia generalizada, actualidad incesante, vitalidad que se derrocha frente a lo innominado. Las invasiones germánicas, el bárbaro que se pasea en caballo por las calles de Roma, eran representados ahora por otro invasor oscuro: el espacio exterior. El peligro de una colisión, de una alteración en el magnetismo terrestre, la inversión de polos o una gran mancha solar, eran otras de las tantas posibilidades de exterminio, sin contar con los virus artificiales y la destrucción de la bioatmósfera. La sensación vertiginosa del final era la celebración del presente. Para distraerse del cosmos, se buscaba en el cuerpo placeres insospechados. La mecánica del amor ensayaba el enmascaramiento. Extasis de la extrañeza. Body piercing. Sexo. La muerte era olvidada palmo a palmo en la piel aceitosa, tatuada de enigmas.
¿Quieres darte cuenta de lo que pasó?
Durante dos milenios, los griegos nos hablaron secretamente, como voces guardadas en el hades de un ánfora, para enseñarnos el camino correcto, los sentidos domesticados por el rayo de la espiritualidad, sujetados por las bridas del logos; ahora sabemos que sus libros y sus templos eran una trampa similar al caballo de Troya. La realidad era lo contrario de la realidad y un sutil juegos de sofismas nos articulaba al mundo ficticio de las ideas, cosa pensante, perfección especulativa dentro del cuerpo que remaba en las galeras, esclavo de otros cuerpos: esplendor de la mente, ojo cegado por la belleza ultraterrena, delirio de la carne flagelada, precaria y deleznable. Carne quemada de los mártires.
Ahora el tiempo apremia. No hay cultura trascendente, arte trascendente, misión trascendente. Lo único permanente es la finitud, el río de Li Tai Po cuyo flujo la espada no puede cortar, el curso incesante de la muerte, el retorno cataclísmico de la materia a través de la conciencia sensorial; creación y abolición simultáneas. A cada instante, Dios vuelve a crear el Universo. Yo. El progreso es ilusión, la metafísica un engaño. Sólo la ignorancia puede ser sabia, sólo el devenir inocente puede suplir esta orfandad fundamental: el vacío anudado como un alarido en el centro del hombre, como una piedra de locura, como un silicio frenético, como un agujero metafísico en el lavabo o un espejo que nos vacía de pronto. El devenir inocente: ciencia primitiva, misticismo salvaje…

…¿Puedo hablar? ¿Vas a escucharme?
Sólo nos queda el cuerpo: su concreción espasmódica, su lumbre definitiva, el animal de primera magnitud que se empeñó Europa en domesticar con este gigantesco malestar de la cultura. Míralo. Toma este cuerpo; córtalo y examínalo, hiérelo y escúchalo, saborea su sangre, siente su calor y observa sus ojos atónitos, fornícalo, castígalo, somételo y adóralo, adórnalo y píntalo, deifícalo, exáltalo, destrúyelo: para eso has nacido.

CRISTO:
Con gran admiración te escucho, hermoso Dionisos, alabar al cuerpo y sus tenebrosos resplandores. Gran arte empleas en tus palabras y creo que con ellas habrás convencido de tu causa a muchos efebos y doncellas que ahora te sirven en los Ritos de Primavera. Los he visto al salir del salón con sus cuerpos pintados, con aretes en los pezones y los dientes limados como los de una fiera fantástica, escamas de estaño en el cráneo, arpas en los brazos y el falo adornado de rosas mientras entonan himnos en tu honor.
DIONISOS:
Me sirven bien, a no dudarlo.

CRISTO:
Incluso en el dolor lo hacen. Han descubierto ese oscuro túnel que une la angustia y el placer, el dolor que incrementa los éxtasis de la carne, ese momentáneo devaneo en el que arrancan a la piel sus melodías, como acordes de una música fúnebre y sensual.
DIONISOS:
Veo que tú también has sentido similares incitaciones en tu cuerpo.
CRISTO:
Necesario es que resistamos a la carne para llegar a la virtud, pero colocar el cuerpo vivo en el lugar de las estatuas… ¡Eso ya es demasiado! El mármol y el acero sobreviven al modelo y crean en los hombres el ideal de una belleza imperecedera; de manera que aún los paganos, en la divinización del César, adoran secretamente una realidad trascendente, inmortal, o sea Dios. Pero tú has ido al extremo. Tus cirujanos estéticos, modistos y grabadores de tatuajes, toda esa técnica salvaje con la que el cuerpo es convertido en una supuesta obra de arte, van en contra de la verdadera esencia de la Belleza: es el paganismo en el paganismo, la brutalidad divinizada, barbarie, crimen estético.
DIONISOS:
Admira mi cuerpo. Debes confesar que morirías en él, que gritarías blasfemias contra tu dios en el coito, para desahogar el odio que me tienes.
CRISTO:
Calla, Satán.
DIONISOS:
¿Todavía me confunden en tus iglesias con ese espíritu hebreo, con ese nombre oscuro en los aún más oscuros volúmenes de los cabalistas? Creo, querido mío, que deberíamos algún día sincerarnos.
CRISTO:
Solo a mi Padre escucho, él es mi fortaleza.
DIONISOS:
Ssssh… Espera. Quítate la corona de espinas, y mírate: qué triste tu piel, tu rostro bañado en sangre. Déjame limpiarte.
(CRISTO VOLTEA EL ROSTRO DE LABIOS TORTURADOS Y BAJA LA VISTA AL PISO, COMO UN ANIMAL ACOSADO. EN AQUEL MOMENTO, FATIMA INGRESA ENTRE LAS COLUMNAS DEL TEMPLO, CON LOS SENOS EXPUESTOS SOBRE DOS SEMICONOS DE CARTON DORADO, FALDA DE CENTURION. LA ABANICAN DOS SIRVIENTAS DE VELOS NEGROS):
Salud, amigos. Veo que conversáis como siempre: apasionadamente.
CRISTO:
En buena hora llegas. Este hombre me saca de casillas.
DIONISOS:
Hermosa Fátima, ¿qué te trae a este recinto? ¿Acaso te interesan, de repente, las disputas eclesiásticas?
FATIMA:
Lavinia Suvari sigue cosechando una gran corte de admiradores, mientras yo sigo sometida al yugo de Oberón, como una vulgar ama de casa. Es un marido aburrido y servil. Tiene alma de esclavo. Se rodea de la nobleza, pero sigue un paso atrás, esperando órdenes con su cabeza maciza y canosa… ¡Y esa sonrisa dulce, estúpida, que no abandona su semblante jamás! Pudiendo ser un cortesano, actúa como un artesano y se empequeñece ante gente de boato, como esa mujer.
DIONISOS:
Lavinia, quieres decir.
FATIMA:
¡Y ella ni siquiera lo recibe en la sala! Lo hace pasar a la cocina para atenderlo y finge haber olvidado su nombre; como si el dinero que tiene se lo hubiese ganado limpiamente y no abriendo las piernas cuando le convenía y ofreciendo una historia de culto de dudosa autenticidad.
CRISTO:
Los trances de Lavinia son dolorosos: las siamesas hablan por ella, es patente.
DIONISOS:
¿Te empeñas en defender a una puta?
CRISTO:
Su alma no halla reposo.
DIONISOS:
¿Escuchas entonces sus oraciones? ¿Te complaces voluptuosamente en su extravío?
FATIMA:
Vamos. Su historia de culto no deja de ser un drama de quinto patio: un melodrama sentimental sazonado con la monstruosidad de un cuerpo duplicado. Un recurso de la morbidez.
DIONISOS:
Las maledicencias entre damas no dejan de ser siempre apasionantes. ¿Qué opinas, hermano?
CRISTO:
Me voy. Adiós.
DIONISOS:
¿Te vas en lo mejor de la conversación?
CRISTO:
Voy a rezar por Lavinia. Hay demasiadas lenguas bífidas silbando a su alrededor.
DIONISOS:
Como quieras, entonces.
(CRISTO SALE HACIA UN ORATORIO COLOCADO ENTRE DOS URINARIOS CORONADOS POR CABEZAS VENDADAS. SE ARRODILLA, EMPIEZA A SER RODEADO POR UNA NUBE DE ABEJAS)
FATIMA:
La historia de culto de las siamesas que ha presentado Lavinia Suvari ha tenido tal éxito que esta noche vendrá el presidente, escondido tras un antifaz, para escucharla. Todos están invitados menos yo, que debo sufrir la incompetencia de mi marido por su tonta modestia. Dicen que en el segundo piso Lavinia ha reproducido la habitación completa de las siamesas: el doble tocador insólito, la cama y el curioso sofá donde eran cortejadas por su cirujano, el Dr. Luciano Amador García. ¡Y pensar que mi marido podría negociar con este tipo de reliquias, convertirse en un merchante, aprovechar sus conexiones! Pero se limita a ser restaurador y dar las gracias por cada trabajo que consigue, el pobre.
DIONISOS:
Tengo entendido que Armand Lafour hizo un trabajo admirable en Lavinia.
FATIMA:
¿Te refieres a la ventana del corazón?
DIONISOS:
Exactamente: sus amantes dicen que al desnudarla, pueden ver su corazón latir cálidamente al otro lado del cristal, manchado por la sangre. Debe ser sin duda excitante. Nunca había sabido de una cirugía similar: es la cumbre del art fashion. No puedes negar que es admirable, sin hablar del dinero que le habrá costado.
FATIMA:
¡Pensar que era un vulgar actriz en las pornocomedias de Rubén el Mago!
DIONISOS:
Shhh… Calla, niña preciosa. Hablar de esa obras de teatro llena de sangre mi glande. Creo que debes aflojarte esas bragas.
FATIMA:
¿Vas a enseñarme lo que a ella?
DIONISOS:
Y más.
FATIMA:
¡Sátiro!
(Nota: Este diálogo tiene lugar en un templo con columnas de obsidiana, de superficies espejeantes en las que se han labrado racimos de uva y rostros de ninfas. Cada capitel está coronado por cuatro rostros de fauno que tocan el caramillo. Grandes huevos de acero, rodeados de cintas de bronce y medias esferas que sobresalen diminutas de la superficie, ocupan un lugar en los nichos. Son una alegoría de la fecundidad. A un costado hay una piscina termal, en la que un espejo colocado bajo el agua refleja el cuerpo de los bañistas que bracean y se agitan en medio del cielo. En una pared, el adoratorio entre dos urinarios, ante el que ahora Cristo se arrodilla, muestra un elevado altar con un triángulo).